martes, 27 de noviembre de 2007

Aunque hoy no tengo humor


Ya sé, ya sé, que a nadie, ni a ti que lees, le importa saber las razones. Cada vez más nos conformamos con los tropezones, aunque el guiso sea malo y la paella pasada o preparada con ese arroz que no se pasa, arroz sin almidón.
Como la vida misma cuando las riendas las coge el socialismo: sin almidón, sin sustancialidad. Mucha sonrisa, eso sí, y a todos sonreír, como los hipócritas.
No sé sonreír. Hace tiempo que aprendí, en una canción de roncanrol, que quien intenta sonreír a todo el mundo a la vez acaba por conseguir que todo el mundo le odie a la vez. Por ejemplo, no se puede defender a los valencianos negándoles el reconocimiento como lengua en Europa porque precisas quedar bien con los catalanes, que te obligan a ello; y luego salir a los medios de comunicación a decir qué bien que lo hacemos y qué mal que lo hicieron con sólo sonreír.
La sonrisa además acaba siempre ocultando una falacia. No sé argumentar con falacias quizá porque siempre he debido de enseñarlas y las sé de memoria. Desde la falacia ad hominen hasta la de pendiente resbaladiza. Buen nombre se le puso en lógica a la falacia que mejor usa Pepe Blanco, cada vez que justifica a su partido y a sus ministros.
La falacia y sus utilización es propio de quién sabe que no puede confiar en sus argumentaciones, porque nos las tiene o porque son tristes, es decir, melancólicas, dolorosas, difíciles de soportar e ineficaces.
Cada vez que argumento busco todo lo contrario que el socialismo, es decir, argumentos esperanzados, alegres a la vida, fáciles de soportar y eficaces. Argumentos para agradecer no para guarecerse.
Porque es de bien nacidos ser agradecidos, el refrán castellano que mejor retrata lo que es la vida: Potlach. Y hoy aquí puedo decir que como mucha gente de mi generación y de generaciones anteriores debemos los que somos a la Iglesia, aunque en ocasiones podamos criticarla en muchos aspectos. Pero tener hoy una carrera y una posición social determinada, etc., sólo podemos agradecérselo a los Jesuitas en mi caso, cada cual que se agradezca a la orden que sea. En los nombres del Padre Cortina S.J., por ejemplo, del padre Echarri S.J. o del profesor Osés o del padre Eusebi Colomer...
Sin embargo conozco a muchos que están en la misma situación pero en vez de reconocerla y agradecer lo que por ellos hicieron dicen “los curas son inmovilistas y tenebrosos” Y no reconocen en la Constitución Europea ese gran trabajo de la Iglesia Cristiana por Europa y los europeos. Además, luego querrán que la vote y si no lo hago seré el gran malo.Y si no fueran razones convincentes, me queda una. No soy un corderito o monigote. No me gusta decir sí porque me saquen en una foto con sonrisa. Sin embargo al socialismo no le quepe duda de aparecer como quiere Francia y Alemania, formando parte de “la Europa de los corderos” donde se instruye en los tetos de sangre, que leche ya no hay.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Nos birlan la vida


Ya no diviso el horizonte, aún pervive su imagen en la lembranza: una línea en la distancia, la vista descubriendo un espacio incalculable, imposible de explorar, improbable de abarcar; no obstante, necesario. El espacio parece constituirme como persona – vivimos en el espacio. Aun me juegue la vida en la vana aspiración de atisbarlo en pie sobre el sobradillo de la buhardilla, improbable obtenga la gratificante y vital panorámica: ya perdido, ya por siempre, el horizonte.
A cambio del horizonte, la moderna arquitectura me oferta a la vecina del quinto: dada a la bebida sin tino; a la hija de la vecina del segundo: perenne alzada sobre esas botas que más bien zancas y su prolongado comprobar en su figura una camiseta ora amarilla, ora beis, ora roja, ora azul, aun la similar marca programática sobre sus senos sin hechura; al vecino del tercero, atusándose los cabellos, mesándose las barbas, el Diario sobre el regazo, la vista perdida en Dios sabe qué punto y su maestría en el paro al tiempo que una mujer de ámbar cabello interpretando no se sabe qué con grandilocuentes aspavientos; a las vecinas del tercero: madre, hija y nieta, en discordia brusca e invariable sobre idas y venidas, sobre la comida sin elaborar, sobre la casa sin higienizar y la ropa amontonada en un retiro, y sin acondicionar; y la mujer que habita el primer piso, ángel terrible, serpiente amarilla, animal mitológico: clandestina de día y en la noche surgiendo a la ventana, sacudiendo alfombras y sucios trapajos enmohecidos, a proferir improperios a las parejas que se abrazan bajo su ventana.
Zafia arquitectura de la ciudad, que nos birla la vida en un tris y dispone, a cambio, la intimidad de los otros como perspectiva de proceder. Soez arquitectura ciudadana que nos impele a vivir en el tiempo – ajetreados, compulsivos, depravados, violentos: deprisa, deprisa y exteriorizar el sobresaliente cadáver que portamos.
Vivir en el espacio y morir en el tiempo; el hombre es el ser con los latidos contados (Lledó): y la arquitectura efectiva, la ciudad moderna, nos ha virado esta concepción, nos ha variado la percepción, nos ha escamoteado la Vida: morimos en el espacio y vivimos en el tiempo y, así, en el vulgar ajetreo en el que desbrozamos nuestra existencia no atinamos más allá del puro y duro absurdo de no poseer más horizonte que la intimidad, la interioridad secreta de los otros, de nuestros conciudadanos. La ciudad: excéntrico proceder de entremetimiento en las circunstancias entrañables, aun no lo pretendamos y sin consentirlo, de los que nos rodean.
Lo entrañable se transforma en vulgar, en feo, en absurdo, al hacerse público, al ser comidilla: se sodomiza la intimidad y se juega con ella en los parques públicos, en las tabernas y en las tiendas donde a diario se comercia. Si no sabes de tu vecino de cómo sujeta sus barbas al cortar nada has de saber de cómo poner las tuyas a remojar. ¿En qué mundo vives?
Edificios en gran altura, opacos, que guardan, y celosos, reducidos apartamentos que asfixian, que se reducen aun más con el paso de los años, que obligan a salir, a recorrer la ciudad sin soñarla, sin espacio, sólo admite tiempo para el ajetreo, la rapidez, deprisa el autobús, al hipermercado, ese taxi yo lo vi antes; deprisa, deprisa, no hay tiempo que perder, no hay espacio que ganar – salvo la fosa que nos aguarda y que ansia por conseguirla.
Construcciones en gran altura que se camuflan contra amplias y vastas avenidas, y cuán largas o plagadas de arbolado que emerge entre adoquines, sin que comparezca nunca señal de a qué destino trasladan: en absurdo cruel, arriba y abajo, las recorremos con monótonos pasos, y ya cansinos, a mortaja su son sobre el embaldosado de la acera. ¿A qué trina aquel jilguero desde su jaula en el octavo? Ya se hace imposible obtener una visión de lo eterno.Ya sin horizonte viable, desertando de la intimidad entrañable de los otros, me confino y confío mi relato al rumor del Arlanzón, discurriendo como conciencia reverberante, tal que el lugar donde se vierten los sueños que nunca se otorgaran; y en él y a él propalo mi anhelo de mar.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

La anécdota


Bañado en sudor, así me desperté anoche. Fueron tantas las ocasiones, que ni las conté. En todo caso, diríase que me estuvieran vaciando del líquido elemento (como el anuncio de un agua potable tratada químicamente)
No acontecía porque una vampiresa pizpireta se alimentase de mí y sí porque tuve una pesadilla, que, además, se quiso convertir en recurrente, en bucle, en cinta de moebius, en la música sin fin de las consultas de la seguridad social, compuesta para enfermar.
Los sujetos de mi pesadilla fueron antiguos profesores, aquellos que impartieron sus enseñanzas en el tardofranquismo, al final del final chaplinesco del dictador tristón – aquel que se alzó porque era ser de alzas – tiempo histórico del que nunca fue consciente, al que sólo recuerdo por lo visto en fotografías y en reportajes del nodo actual.
Especialmente, aparecían en la misma, el profesor de lengua y la profesora de no me acuerdo qué, pero de nada que fuera cuerdo.
El primero permanecía siempre en el enfado, en la bronca, en el guisquí, que es como denominaba a los ceros. Su especialidad consistía en preguntar por las personas del plural o del singular de cualquier verbo desconocido (ni siquiera del Verbo) y, como no la sabías aunque respondieras lo que el libro especificaba, te golpeaba fatalmente sobre las pudendas partes y pasabas de rodillas el tiempo restante hasta que te tocase de nuevo que te tocasen las partes pudendas.
La otra, aun peor, porque no sabiendo que explicar, acababa por preguntarse, de manera indirecta, qué debía hacer con nosotros; a lo cual respondíamos de mal modo: “cómprate un perro y hazle una macuca”, momento en que daba por concluida la clase llamando al director (un matón de negra estrella) que nos golpeaba entre los sollozos de quien había sido denigrada, hollada, etc., etc.
Odiaba aquellos profesores que sólo sabían preguntarte cuál era la profesión de tu padre, de tu madre, para a continuación refregarte que serás “albañilbomberobutanerobarrendero” como tu padre o sólo “sus labores” como tu madre.
El niño de trece años que yo era en el setenta y tres deseaba que desapareciesen, que dejasen de decir y realizar menoscabos, que se muriesen.
El cuarentón de hoy que soy, sólo desea poder acercarse a su entierro, cuando se produzaca, y lanzarme un sonoro pedo mientras convierto su lápida en un ruinoso retrete.
Aunque suene cruel, guarro, etc., no sería más que una mera anécdota en este mundo de desquiciados.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Hasta luego, “Cabiche” (JB ha regresado a Castroforte)


Y a mí me instigará con su presencia como anhelo y me obligará a imaginar y, en este manera, leer sus obras completas, aun quemadas por él mismo a sus dieciséis años. Navegaré o derrotaré a los piratas, conquistaré a los amores inocentes que sonríen bajo un árbol en inmaculado ademán; o cabalgaré junto a los impropios vaqueros, dialogando en gallego, y que jamás reconocerá la Historia. La historia de Don Gonzalo, y sus historias, acontecían siempre en minúscula, sin provocar ruido alguno, circulando secretamente por la Historia: transformando la insignificancia de lo cotidiano en una trivialidad maravillosa y pregnante (ora enervante, gratificadora, odiable u ora amable; siempre apetecible).
La radio y la televisión aseguran, con certeza inconmovible y periodística, que ha fallecido Don Gonzalo. Mas su presencia a mi costado (el labio superior en el interior del inferior, de lugar incierto su mirada tras los gruesos cristales, el pelo cano y la camisa de rayas cruzadas como fondo de una chaqueta azul; o mi mirada fija en su benevolencia como hálito que le circunda); y al otro costado, Doña Fernanda, con traje rojo y sonrisa de niña feliz, de alumna predilecta, asiendo mi mano. Comience, profesor: “No hay secreto en ser escritor, se trata de juntar una palabra tras otra, hasta que aquello sueñe bien y, además, diga algo”. Los expectantes alumnos ríen, lo creen chiste o no es posible que el escritor lance puyas sobre su propio trabajo. Murmullo, al principio; barahúnda discusitiva al fín; y Doña Fernanda aprieta mi mano, “verás, verás cómo le sale el profesor”. Y la voz de Don Gonzalo, truena: “silencio o me voy”. Sepulcral, al momento. Siga, siga, siga profesor: “el secreto está en un entendimiento correcto de la experiencia” – Doña Fernanda, en hilillo de voz, entrecortada risa por su acierto, “te lo dije, te lo dije”. El escritor y su conciencia, pienso, no lo enuncio, no atrevo. Don Gonzalo y Doña Fernanda, uña y carne, cuerpo y alma: un solo ser. Y el profesor sigue; “sobre la experiencia de la realidad opera la capacidad artística del escritor”. El día anterior, descansando tras el viaje, con el bastón en la mano, la “cabicha” en la boca y el paquete de cigarrillos a la mano, me comentó, con la fuerza de su voz, que ser escritor sólo consistía ( y cuánta dificultad su logro) en “escribir una farsa sin inspiración y con un misterio que consiste en un trabajo diario de ocho horas encerrado juntando palabra tras palabra, minuto a minuto, hasta conseguir que la historia fluya y los personajes hablan, actúen”. Doña Fernanda intrigada ( e intriga) tira de mi mano y anuncia “tarda mucho” y me preguntó sin enunciar en qué (mientras los vaqueros entrar por la puerta, interrumpen la clase o su recuerdo, y preguntan en galenglish “¿Dónde está J.B.?)

Don Gonzalo saca el pitillo, lo introduce en sus labios, presto lo enciende y a la par pide “no me imiten; yo ya tengo este privilegio por ser muy mayor”. Doña Fernanda confesaba, “tardaba mucho”. Interrumpido el recuerdo por los vaqueros gallegos, se levanta Don Gonzalo, se apoya en mí, en el bastón, en Doña Fernanda, sale, salimos, mientras los libros los allegan a sus manos miradas complacidas: dedicatoria y firma; un abrazo, otro, hasta luego, hasta siempre, ojalá le vuelva a ver, mucho gusto – y no deja a nadie sin atender, sin atender a la última pregunta o sea un mero ruego.
Gonzalo Torrente Ballester, “La isla de los jacintos cortados”, lo extraigo de su lugar en la biblioteca, abro el libro, a la par me siento en el sillón y se pierde mi mirada en la dedicatoria “ a José Carlos, para cuando sea muy mayor de” y a continuación la firma de Don Gonzalo (dedicado a mi hijo cuando tenía nueve meses). Lo leo, de nuevo, releo. Pienso: algún día mi hijo será muy mayor (aunque, igual que Don Gonzalo, ojalá goce de una edad incierta siempre) y preguntará, ¿quién es este señor que me dedicó el libro? Una gran persona, hijo, una gran persona ( porque esto es lo que es), y espero lo lea detenidamente comprendiendo esta única idea en su cabeza, que lee a una gran persona (aunque luego sepa o lea o le expliquen que también era un gran escritor – y un gran profesor).
La radio y la televisión siguen insistiendo en que ha fallecido a los ochenta y ocho años en su casa de Salamanca; y a la par glosan su figura, su obra, y leen algún fragmento. Apago los aparatos todos, prefiero pensar o intuir que Don Gonzalo se ha marchado a Castroforte de Baralla, y que la prensa y la radio han anunciado que J.B. ha regresado (aun nadie le viera, silencioso, histórico, como siempre) pues el santo ha desaparecido ( el pirata era él).
Hasta luego Don Gonzalo, “cabiche”, profesor, maestro, amigo, guardaré siempre (en manera narcisista) el privilegio (de mis manos, en mis manos cual grato sudor) de haber estrechado las manos que ahora mismo escriben la historia primera de su vida sobre un vaquero que se enamoró de la sonrisa feliz de una chiquilla que soñaba con un pirata que anhelaba robar un jacinto o su sombra.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Quince centímetros, o mas!!!!!!!!!!!!




Cuando principia un deseo extremo de escribir sobre lo que sea, resulta que no acontece en manera tan fácil como se esperaba el ver reflejado en el papel lo deseado y, aún menos, lo pensado.
Lo confieso: siempre ha latido en mi interior una envidia insana por esos escritores, feraces y qué felices, capaces de escribir a la rapidez del dictado del pensamiento o aquellos otros, procaces mas con sus preces, conspicuos rehacen o siempre intentan el pasado y condimentan, salada selección, el futuro que habrá de vivir.
Os lo descubro: sólo a veces, tan sólo alguna vez, poseo el título de lo que pretendo escribir; y en la mayor parte de las casualidades que me siento a escribir, el mero blanco papel, que nunca en blanco y sí siempre tintado con los dibujos realizados a la espera de la inspiración – meros recovecos geométricos confeccionados con saña de desesperación y el trazo del nerviosismo generado por la tardanza de la susodicha, sin cesar sádica.
El blanco papel que sujeto con el dedo meñique y el anillo que lo corona, entintando con firmas y una y otra vez realizada ante el margen, en el filo del folio, y así en ningún momento saturar el espacio disponible a la escritura siempre feraz de un feroz felón (no otra cosa es el escribidor).
El blanco papel, este mismo que ahora emborrono y del que tan sólo levanto la vista ante el paso vicioso de una rubia que camina con su energía bursátil. El blanco papel y siempre puñetero donde nos gusta se refleje como un latigazo pleno el pensamiento humano y provoque la furia y el lógico sobresalto sedicioso y bacante (y hasta vacante) en quien lo lee.

El blanco papel, pleno de fuerza sobrehumana, que rige el destino del hombre sólo en el instante en que se lee, pongamos por caso, hasta el mismo momento de llegar a esta línea, la última, la que cierra los quince centímetros que recorre la mirada en esta columna, la final.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Señor Filósofo, ¡corra!


Cuando al caminar por la calle, cualquiera sea – desde impuros callejones orinados por variada gama de canes a floreada avenida iluminada hasta los recovecos -, observéis al hombre de deambular abstraído y con una dejación del sentido común brillando en sus ojos, distraído, y con un aire distinguido, e, inclusive, diríase marcial; recio el porte y cara de elocuencia, raro bigote o andares que patidifusos; o la mirada frontal, con las manos sobre la barbilla o contra la oreja y parece estar diciéndonos algo como: ”el ‘ser-triste’ es una forma de ser que pretendidamente concluye de la acción transgresora de la realidad tal como se entiende desde el ‘ser-normal’” o simul: podéis resoplar – os encontráis ante un filósofo.
Filósofo – estatuaria palabra que provoca, e invoca, el sofión en el público acontecer, mas enciende e inflama soflamas en quien se la arroga como ejercicio. ¿Qué significa? - y, con probabilidad, sea esto ya, en evidencia, filosofía -: nada, o presunción y vacuidad o un camino plagado de cadáveres. Innúmeros son los muertos que abonan las ideologías que han perpetrado tanto el individualismo como el colectivismo – aunque a los señores filósofos no han de bastarles nunca.
¿ Qué hacen? Ellos dirán que tratar de comprender la realidad en su totalidad y comunicarla al resto del mundo, a fin de cuentas: trátase de hacer la vida, o la muerte o la transcendencia y cómo quiera que pretendan denominar a su inductil objeto de estudio y hacerlo más inteligible. En verdad: girar sobre sí mismos, mirándose el ombligo, aupándose sobre sus hombros para gritar más alto su, pretendido y pretencioso, mensaje – y de esta manera no hace más que soslayar el mundo que se ve y, simpáticos ellos, le dan la vuelta, del revés: el mundo y la gente van al contrario; y, aquí, en este momento, comienza su trabajo: convencer (seglar párroco civil) de que él es la rectitud, el buen camino, la luz (cuando el señor filósofo llega al paroxismo): y el resto del mundo ha de comprenderlo para ponerse de pie o derecho a su manera; en verdad: puro delirio que le consuela de su fracaso y que lo hará pasar por una incomprensibilidad de los fundamentos de la teoría que expone y por una falta de referencia en lo real del lenguaje que utiliza o, bien, en la mixtificación pura y dura, como una ratificación de su propia teoría.
¿Qué dicen? Le dan innúmeros nombres – constructos, filosofemas, discursos, investigaciones, tratados -; de verdad: banalidades, recubiertas de bellas arquitecturas: palacios ideales en los que aprisionan la experiencia y la ahorman a su parecer – por cierto, en el que suelen perecer a consecuencia de la angustia que padecen por mor de la evidencia de que nadie más que ellos en esa convicción y creencia, enfermedad que se denomina: “esclerosis mental de idealidad” o estulticia, sin más.
¿Cómo lo dicen? Pretenden comulgar con la gente normal, partir de los presupuestos más humanos para transcenderlos hacia la necesidad del progreso de esa humanidad; lo curioso comienza cuando verdaderamente encuentra al resto del mundo: busca otro camino, atajos, senderos nuevos – mas, en verdad, trátase de obviar al mundo: el ‘buen’ filósofo ha de ser el incomprendido social; así, acusa de laxo al resto del mundo que le recusa su leso mental y replica con una falta de nexo entre teoría y praxis, a lo cual se le responde que no existe por su parte pertenencia al plexo social.
El señor filósofo rezuma vanalidad en sus delirios banales, persiste en su mirarse el ombligo y pretencioso pretende que debemos entender su tendencia: en eso consiste la labor intencional del resto de la humanidad – porque nunca han mirado a los ojos al hombre de carne y hueso, al hombre sencillo, pastor de su rebaño, y no han visto el brillo en sus ojos cuando pregunta por el mar: hay más filosofía en ese brillo, que en todos los tratados o soflamas filosóficas a las que podamos pretender dar inteligibilidad.
Hay otro tipo de filósofos – mas están recusados y acusados, no merecen consideración, tipos en lo peyorativo.Por cierto, yo también ejerzo de filósofo – sin esquina o en lo peyorativo.

martes, 13 de noviembre de 2007

Apoteosis política


Efectivamente, el afamado Dr. Frankenstein (Barón y varón Víctor Von) jamás albergó en su interior la necesidad de dar vida a la materia muerta. Adelantado lector de S. Freud, intuía que la materia inorgánica no lleva en su interior esa tendencia a la vida que deseamos hubiera en la misma. En verdad, su deseo secreto era llegar a ser Dios, o si prefiere, crear la vida desde la Nada (por cierto, que de secreto deseo, poco: arraigado en todos nosotros, propiamente, por el mismo nos definen como seres esquizofrénicos). El único problema técnico siempre acaece como qué es la Nada; pero como fuera problema de filosofía y corrían entonces malos tiempos para la misma, identifico Nada y hombre muerto, que resulto la forma más elegante y rápida de solucionar el problema.
Y con el muerto sobre la mesa de operaciones y un cerebro nuevo en las manos y el capítulo primero de ‘Los principios de la naturaleza’ de S. Tomás (“ha de conocerse que algo puede ser aunque no sea y, asimismo, que algo es” que tanto vale para la psicología, para la Física y aun para la política), se apresta el excelso Doctor a principiar su grande obra o grande noche de creación y no de resurrección.
Y cuando se ha creado desde la Nada la Vida, tanta mayúscula abruma y ha de descansar. Son novedosos los problemas que se presentan. Pongamos por caso: ¿de qué llenar un cerebro nuevo? ¿Será necesario llenarlo de algo? El afamado Doctor no se hace dichas preguntas, pretende, más bien, controlar su creación; propiamente, dotarla o insuflarle un alma (tal que un conjunto de proposiciones ideológicas que conviertan en inteligente a la criatura).
Y la tal criatura es también un adelantado lector de Freud y pretende pasar cuanto antes por el profiláctico complejo de Edipo, aunque del mismo resulte la muerte del Doctor de su propio anhelo, padre en la unicidad y dios sin reino. De esta manera, se lanza en una carrera de despropósitos contra la imagen del Doctor, en un intento de generar odio contra el mismo (el no puede ser el asesino de dios, pues sólo un loco lo haría: el doctor debería en verdad suicidarse): la niña en el pozo, el ciego, etc...
La criatura es un lector infatigable de Maquiavelo: desea generar el odio sobre su creador y la piedad sobre ella misma, pues el resultado de una obra de un loco no es dueña de sus actos y requiere el perdón en todo lo que hace o al menos que otro sea el culpable de sus actos (la angustia no le compete). El monstruo recubre su maldad con un hálito de amor (un deseo de ser amado): cosa que ya intentase Luzbel, en su rebelión fantástica por la consecución de un poder que no le pertenecía. Y no otra cosa es la rebelión del monstruo contra el dilecto Doctor Fankenstein: un acto de rebelión del ángel predilecto contra su dios.
Mas de la misma manera que Luzbel cayó y Dios se retiró para siempre del mundo, el monstruo cae, muere a manos del pueblo enfervorecido, que le prende fuego (purificador, como el de Zarathrustra), y el Doctor se retira a su mundo.Y como les invadió la decepción, tanto a Dios como al afamado y dilecto Doctor Frankenstein, se olvidaron de talar el árbol del paraíso, que aun sigue proporcionando la manzana del bien y del mal (mas más de este último que del primero, por desgracia) que comen las dichosas criaturas al margen de doctores dilectos o del propio Dios.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Los eunucos de electra


Nos sucedió tantas y tantas veces. Cuándo te enamorabas de la universitaria que estaba más buena (esa que cumplía todos los cánones para que el chino la silbase y perdiese la cabeza y perdurase en la incitación y se le fuera toda la fuerza por la boca, luna loca!!!), ésta iba y se casaba con un tipo que podría muy bien ser su padre por la edad y por no sabemos qué recatadas razones. Ella 22, él 59, y no hay intenciones numerológicas, que es edad que escojo al azar, y menos de que nadie se sienta aludido.
¿Por qué lo hacían? Desde luego, les iría mejor con “el chino” o con “el indio” o conmigo mismo, por no ir más lejos, de la misma edad. ¡Pues no! A por el viejo, y los demás al infierno de la ausencia de sexo.
La pregunta anterior fue la que hizo que el indio se pasara a la psicología y no por ningún impulso de carácter freudiano (si me permitís, el inconsciente no existe ni la enfermedad mental en el sentido psicoanalítico), con ganas de encontrar la respuesta en el estudio de estos casos que no son raros.
Y sus conclusiones eran curiosas por no ser psicoanalíticas: por una razón de mimetismo, pero no de la madre, que ya quisiera Jung, sino de la tía solterona. Porque todo el mundo tiene una tía solterona que le expresa el deseo que has de tener, casarte con el que ella no pudo. Así que todo es una cuestión de mimetismo o un nuevo complejo “el de la tía solterona” (¿“La loba” de W.W.?)
Lo malo llega cuando muere la tía solterona y se le abren los ojos a la universitaria buena entrada en años: que alrededor todos somos eunucos y quien no es eunuco sufre el complejo de “mando a distancia” (‘zapping’), siempre cambiando de canal a la caza de la novedad (“y tú, querida, no me interesas en absoluto”.

Y es que en el amor sólo nos queda pasión por “lo que el viento se llevó”.

¿Subo o bajo si estoy en mitad de una escalera?







Los buenos amigos y los curiosos sin más, cuando alguien les dice que eres gallego y que tienes buenas raíces gallegas (y castellanas, de Cedillo), enseguida te preguntan, como si fueses Edipo después de visitar la efigie: "qué hace un gallego en mitad de una escalera, ¿sube o baja?"
Nunca le respondía ni he respondido nunca, pero no por no saber la respuesta, que se hallaba en mi inconsciente, sí porque la había olvidado por causa de que yo me crié con el sabor de América en la boca y la música de Fleetwood Mac en los oídos, con mi querida Irlanda en los ojos y los Sex Pistols por bandera.
Mas el otro día me acordé de la respuesta a la pregunta de si un gallego en mitad de una escalera sube o baja. Y fue el día que alguien me dijo que era incomprensible para su mentalidad que Finisterre, ese trozo de carne de Dios en lo más occidental de España, hubiere votado mayoritariamente al PP y no a otros partidos.
Y, claro, como no le surgía ninguna explicación pudiable, recurrió al viejo tópico de que esto era propio del alma de los gallegos, que nunca se sabe si vienen bien o si van al poniente, porque efectivamente, siempre vamos yendo (“imos indo”, que se dice na nosa língua).
¿Qué hace un gallego en mitad de una escalera?
La respuesta es siempre sube, nunca baja, nunca mira hacia atrás. Porque detrás sólo queda la pobreza, el olvido y la emigración. Que las clases rurales gallegas fueron las grandes olvidadas por Franco y por los señoritos de ciudad, que llamaban “aldeanos” y “paletos”, de manera peyorativa, a los paisanos por falar na nosa língua, ellos, que hoy son más nacionalistas que Castelao y Rosalía juntos y votan progresista siempre (que hasta por no parecer galalegos aldeanos y paletos hablan una suerte de gallego aportuguesado e ininteligible para los gallegos aldeanos y paletos) y sólo tuvieron miseria y olvido y un barco a Buenos Aires o a Baracaldo un tren (las otras dos provincias de gallegos aldeanos y paletos, que los señoritos de ciudad iban a Madrid y se conformaban con ser el lacayo del lacón y el orujo del señorito madrileño con seiscientos y buenas intenciones).
Y que más recientemente detrás está Coalición Galega y el PSOE, que nunca nada hicieron por Galicia nada más allá de explotarla y no darla nada de lo que necesitaba.

En el camino - III


Dejemos de ejercer de turistas, que en el placer de ver, ensimismados, nos volarán hasta la cartera que nunca llevamos. Dejemos de ser turistas que caminan a ver a quién entregan el dinero sin rechistar y con quién se hace la fotografía más triunfante, aquella que enseñar a las amistades menos amables, aquella de comunión y tarta de bodas, y será, por cierto, por supuesto, con esa bruja de látex que vuela virtual los cielos del Obradorio.
Ejerzamos nuevamente de peregrinos, de caminantes, de convecinalidad comunicativa, días de elementos de relación, en silencio. Y ya sabéis que nunca se acaba la peregrinación (y esto es un nuevo escándalo), que uno es peregrino eterno.
Y nuevamente de peregrinos hallamos una única realidad: somos muertos. Somos tan muertos como Prisciliano, como Santiago, como Latroniao, poeta que emocionaba a San Jerónimo. Somos muertos, sin nombre, sin facciones, sin tierra, sin familia, sin nada nocivo, sin nada halagador, en verdad, sin nada. Y resulta escandaloso decir sin familia, sin facciones, sin tierra. Si me preguntas, ¿de dónde eres?, ¿de quién eres? Sólo hay una respuesta: del camino, del azar del andar, del lugar de donde parto, del pueblo donde descanso, del polvo del camino y de la lluvia que me embarra. Soy el camino y no me añoro. Soy el camino, no me preguntéis de dónde vengo o a dónde voy. Soy muerto y voy a dónde los muertos reposan. Busco formar parte de esa gran Santa Compaña que es Compo – estela, que denuncia a los que persiguen, a los que quieren convertirse en Chivos expiatorios, a los que buscan ser protomártires de una ideología simbólica (falsa siempre, que los símbolos valen para un roto y para un descosido). Denunciar que siempre se intente amoldar a la gente a un pueblo esencial, a un pueblo elegido, y no a la realidad concreta de cada momento. Sí, la misma cantinela, "somos el pueblo elegido, tenemos que hacer la Historia, sólo nosotros poseemos el hecho diferencial", y todo recubierto por la religión, con la religión. Religión para multitudes con ganas de redención: sangre en el rito / sufrimiento como función del religado.

No hay tierra, sólo camino. Y camino estelar, camino en las estrellas, guiándose de esa senda lechosa, la vía láctea. Y la recorrerás con la cruz al hombro y una lente en el ojo. Así como lo hiciera en la película del mismo título maestro nuestro Luís Buñuel, por caminos de estrellas cinematográficas, por caminos de celuloide. ¿Es camino de huida? Nunca se puede responder a las preguntas, sólo sirven para ser realizadas. Las respuestas, si las deseas, son sólo propuestas que surgen desde la sordera, desde el mirarse las manos vacías o llenas de delirium tremens e inocentes jugaremos a pasear los muñones, lo que falta, la ausencia, la oquedad. Sí, que el camino lo enseña: la vida, la sociedad, el hombre, es oquedad, es siempre lo que le falta. Y a mí me falta la sencillez del hombre que se sienta sobre los cercados y cuida sus vacas y habla con quien pasa a su lado. Y a la sociedad le falta la poesía, es su oquedad.
"Apaciento también otros rebaños:
universo
mundo de pie de las amadas cosas” (Octavio Uña).
Veo al hombre sobre el cercado, cercano a su perro, apoyado contra su cayado y riendo. Dice que es de la quinta de Angelito, Besteiro sabe, y habla sin dudar de las cosas más sencillas. Habla de los demás, de las cosas de los otros, habla con alegría y cuenta la felicidad que le provoca que los otros las consigan. El que él las obtenga o no, es tan secundario y tan poco importante. Sólo le encanta hablar de las cosas que obtuvieron los otros; e, incluso, el grado de participación que él tuvo en la consecución de las mismas. Y si ustedes le oyen les dirá que la juventud, lo más verde, cada día una novedad, es síntoma que se acerca la muerte de él. Hay que entederlo, para un viejo “nada hay como que nadie cambie”. Y aunque el ambiente se llene de palos secos que penetran a través del olfato y de soles agrietados y de incendios de lo que ya para nadie será, el hombre sigue hablando, “falando”, en su mezcolanza de idiomas, de lo cotidiano y la novedad, de los de siempre que cuidan sus ganados y de la novedad que representa un caminante a Santiago, a lo mismo que el Apóstol.
“Que el camino es el mudo real, el mudo estelar, el mundo que yo amara. Que hasta Cristo fue capaz de convocarlo e sus mares y andarlo”.
Y ahora calla y vuelve a su rebaño la mirada. “Quien desea ser bien visto no teme que se le oiga sobre cualquier asunto” (Prisciliano, Tr. II).


Del Alto Valiño a Montecalvo. Y ya hay a quien no le suene en absoluto estas dos poblaciones como parte integrates del camino. Es terrible que nunca coincida el camino estelar con el camino oficial. Son las puñeteras cosas de la vida. Del Alto Valiño a Montecalvo, que no es camino de turistas, que sí el camino de Santiago. Y recorres una serie de kilómetros en la más absoluta coimplicidad: un camino que va entre la soledad del monte y la realidad de que a ambos lados y entre los pinos y los primeros eucaliptos se asientan casas, que no poblaciones, gentes, y personas individuales. Por primera vez tienes conciencia de que o hay multitudes viviendo, que por vez primera el camino cobra su sentido: el individuo en soledad camina y va ayudándose de otros individuos que en su soledad le ayudan a alcanzar la verdadera realidad: no hay protomártires ni chivos expiatorios ni multitudes que animen o alteren resultados o persecutores desde la envidia, sólo soledad y pinos y eucaliptos y camino, camino, camino y su andar (Machado, A.). Tal así que entre Alto Valiño y Motecalvo se hace evidente que el culo es un pecado contra el espíritu Santo (Nietzsche).
Y aunque camino sólo por una carretera de empinadas subidas y esquivas bajadas, nunca parece que uno se encuentre solo. Pero voy solo. Mas parece que multitud de miradas amables (cierto) me vigilasen o cuidasen de mí, así me dirijo hacia la carretera general, nacional, de Lugo a Orense. Lo particular individualizado de soledad busca siempre cruzar los caminos generales para expresarse, comunicarse. Y tras cruzar lo general retornamos a la soledad, a nuestra individualidad, de nuevo a las escarpadas subidas. Y líbrenos el cielo de que nuestra vida no lleve siempre estas escarpadas subidas, pues sólo cuando el camino es escarpado y en subida es camino acertado.
Del Alto Valiño a Montecalvo, es la parte del camino que se convierte en metáfora de todo el camino, de lo que realmente representa: una idividualidad que va en busca de lo pulimente la soledad y encontrar, así, la verdadera esencia de la comunicación, comunicación de lo que la hipocresía social acalla: no hay chivos expiatorios y es preciso acabar con todos aquellos persecutores / percutores de los hombres a causa de sus ideas (sobre todo cuando dejan a parte la nación, la sangre, la raza y se convierten en CAMPO – STELLAE, COMPOSTELA)

En el camino - II


Un camino de coimplicidad, de coimplicación. ¿Qué significa el tal palabro? Otra perogrullada: que si el mundo es una serie de elementos en relación (AOO), la relación es, que dirían los matemáticos, biyectiva, de unos elementos a otros y de éstos a los unos, provocándose un proyecto de comunicación (OUJ), que se concreta en la propia purificación, como ese extraer de mí lo sobrante, ya no soy perseguidor ni chivo expiatorio ni multitud (en cuanto parte o actuante). Estoy purificado: porque el camino me purifica pero, a la vez, yo le doy algo al camino, lo engrandezco al comunicar que he sido capaz de comprender la no necesidad de perseguir a nadie, de no ser chivo expiatorio ni, por supuesto, protomátir de ninguna causa o una parte o su voceador de una multitud abyecta pidiendo sangre y sexo (toros e “intervius”, que viene a ser igual).
Quiere decirse: que nos damos cuenta en este camino al Finisterrae de que somos muertos que buscan a su santa compaña. Porque solo los muertos peregrinan en busca de su cielo redentor. ¿Del cielo redentor? ¿Qué tiene que ver la religión en esto? Todo. La religión es el verdadero trasmutador del hombre de animal en ser cultural. No, por supuesto, la religión católica ni la brahamánica ni la musulmana o la judaica. La religiosidad humana interna y propia, la que recibió el nombre de “mistérica” (AAM). Porque si en el camino de retorno nos damos cuenta de que somos tan muertos como el Obispo Hereje decapitado y sus fieles, el camino nos ofrece dos vivencias: / soluciones el ansia de inmortalidad y el anhelo de resurrección (o viceversa). Y nosotros al camino le damos nuestra esencia: a cada paso que damos ofrecemos lo que estamos ganando – eso que se ha dado en llamar Alma, de la cual vemos su parte material, como bien intuyó WB.
Y el camino de retorno a Santiago ofrece una segunda evocación: que sólo hay camino, que no hay un terruño al que ofertar bandera e himno, sangre y Rh, raza y monumentalidad. Sólo el camino y yo.

Que no eres gallego ni cacereño ni vasco ni castellano ni aragonés o catalán, a pesar del origen de tus apellidos. Que tu ser no está adscrito a ningún terruño especialmente. Que tu ser es el camino y el caminar. Que simplemente aprendes en el retorno que todo es camino, andar, búsqueda. Pero no andas buscando nada, porque lo que debías saber ya lo sabes: rechazar la persecución los chivos expiatorios (tanto el serlo como convertir a otros) o ser protomártir o las multitudes. Sólo se trata de expresarlo a los demás con esa peregrinación. Que esta segunda peregrinación, este retorno a Santiago, no es para ti sino para los demás.
¿Pero los demás, son la multitud, la falacia, la mentira? Sí, pero la coimplicidad les menta, les introduce de nuevo en el juego, que es la vida, en este sueño, o en esta cómica tragedia o trágica comedia que es el vivir. Antes lo habíamos dicho: la co – implicidad, que el mundo es una relación de elementos y, los otros, aún multitud, también son seres individuales, elementos y relación. Y en cuanto seres individuales deben retornar a nuestra vida como relación, es decir, comunicación.
Y es en el camino, de camino, con el camino como penetramos en la esencialidad de la comunicación: nos proveemos de nuestra soledad para comunicarla; nos convertimos en nuestra sombra para acercarnos a los otros como seres individuales; morimos como seres sociales de multitud y renacemos como seres de convecinalidad comunicativa, enormemente expresivos, porque reconocemos, así os confesáramos, que no necesitamos más la persecución (sociedad de lo rosa), el chivo expiatorio ni la multitud. Sólo identificar a quien, como nosotros, ha muerto en Tréveris y renace en Santiago; a quien, como nosotros, ha descendido a la oquedad de la sociedad, a la oquedad del ser, para reconstituirla como “individualidad soledadeada”, el retiro al desierto de Cristo. Permitidnos, entonces, que la denominemos “la cuarentena” (algo similar a lo narrado por el libro homónimo de JGG).
Me gusta la denominación, convecinalidad comunicativa, por lo que menta: estar con vecinos y comunicarles nuestro rechazo de las formas hipócritas de la sociedad, rechazo logrado en la soledad del camino y en la espalda del Santo Apóstol.

Convecinalidad comunicativa, soledad e implicación, elementos y relaciones, muerte y resurrección, inmortalidad. De inmediato, nos asalta la duda. ¿Cómo es posible que se conjuguen en los mismos elementos, en las mismas callejas y en el camino, de cierto, en la relación camino / caminante características tan dispares y hasta contradictorias, en verdad, realmente contradictorias? Y es esta contradicción irrazonable la que nos provoca la contrariedad enorme que nos disuelve en la pena del no entender. ¿Qué es lo que hace ahora el caminante, y se convierte en turista? Deja de construir el camino porque no le parece suyo, o le parece que lo este creando él. En realidad, le provoca esta contradicción un sentimiento de escándalo: no entiende cómo es posible vivir y construir la realidad sobre el fundamento de la contradicción y, para entenderla realidad a partir de ahora, genera lo irracional, lo inconsciente, lo ininteligible, algo así como un espíritu que recorre la realidad y no entendemos cómo puede hacerlo. Bueno sí, la recorre de manera simbólica.
Pero el caminante ya no es caminantre y sí turista: se queda pasmado y suspendido el juicio, por ejemplo, ante la portada de catedral de Burgos, anonadado ante las figuras animalizadas y el torreón de vigías de la iglesia – fortaleza de San Nicolás de Portomarín. Sus ojos no intentan ya penetrar la realidad y comprenderla en su sencillez de elementos en relación, de convecinalidad comunicativa. No. Ahora el turista que es se queda prendado de todos los mitos, ritos y arquetipos, como si estos conformasen la totalidad de lo Real, y ni siquiera intenta comprenderlos o ponerlos en relación con lo que vive, como una explicación añadida y sí les otorga una fuerza incognoscible y terrible, incomprensible, irracional, eterna.
¡Ah!, caminante, ya eres turista, ya eres un elemento sin relaciones, una parte inútil de la multitud inconcreta, borracha y ahíta, que quiere sangre y sexo, muerte y “lindalovelaces”, mitos y rituales. Passolini te explica, mírate en el espejo que será para ti Salo.
Y cuando llegues a Santiago, a sus espaldas, no entenderás por qué besar, abrazarse a sus espaldas, pero sí querrás pagar por ver a sus espaldas y sus capillas y sacar fotos a diestro y siniestro, por ejemplo, sacarte una foto con la deliciosa bruja de látex, y te delatas.

En el camino - I


Me dicen: “voy a hacer el camino de Santiago desde su inicio y completo”. Y me quedo estupefacto porque creo que efectivamente alguien va a hacer el camino de Santiago desde su inicio. ¿Desde las propias estrellas? ¿Allí de dónde vino Santiago? ¿De dónde vino Santiago? Pero se aclaran todas las dudas al momento de explicar que comenzará a hacer el camino desde el Puerto De Somport, en la Ermita del Pilar. ¿Santiago y Pilar juntos al inicio? Buen camino, caminante: la España mítica en Somport se inicia.
Pero, antes de Somport, ¿no hay camino? Hay quien dice que es punto de reunión y comienzo de purificación. Punto de reunión, se comprende; pero, ¿principio de purificación?, es término ininteligible. ¿Cómo es posible que el camino de Santiago retire lo que hay de extraño en ti si previamente tú no has sido iniciado en lo que supone de negativo y positivo el propio camino? Quiere decirse: para purificarse en el camino hay que saber previamente que eres impuro (que has perdido el ser y la perfección). Y, ¿qué significa estar impuro? Para responder a esta pregunta, debemos saber dónde comienza el camino de Santiago y qué significa.
El camino de Santiago comienza en Santiago, y si parece una perogrullada es porque todas las verdades acaban siendo perogrulladas. Es Santiago el verdadero punto de reunión para la purificación: para quitarnos, extraer, ese algo extraño que sabemos que nos habita y nos corrompe y nos devuelve a la animalidad que o deseamos y a la violencia, que eso significa purificar y estar impuro, tener si querer esa cosa extraña en nuestro interior obligándonos a hacer las cosas que no queremos. Es decir, esa forma de ser animalidad, perseguir o ser chivo expiatorio, nada más, nada menos. O ejercer la violencia contra los otros o ser sobre el que la ejerzan (y en uno u otro caso acabar santificado, protomártir ideológico). Que parece que no hallan existido más de dos milenios de adquisición de cultura, por Dios, para que todo siga en el mismo lugar. Exactamente en el comienzo de “2001”, cuando un mono asusta a otros con sus dientes desgarradores si estos no han aprendido a utilizar las huecas osedades para golpear hasta matar.


Si el camino de Santiago es un camino de iniciación, iniciático, el origen y el fin se encuentran en el mismo lugar. Igual que los que van a ser chamanes saben que el principio y el final son ellos mismos o quienes van a pasar por el rito de la iniciación a la vida adulta saben que es en ellos en los que va a ocurrir, aunque después recorran espacios variados y diversos.
Santiago es el origen del camino y el peregrino es el camino, el lugar, en lo que todo va a acontecer, principalmente la purificación (extraer de uno la posibilidad de ser perseguidor o chivo expiatorio y no serlo). Y si Santiago es el origen y el final, ¿para qué peregrinar? ¿por qué no permanecer recorriendo sólo sus calles, sus corredorias en busca de la Madre Noite o de conjuros misticentos / mixtificadores? Por una simple cuestión: en el origen el hombre es un hombre / niño (a eso vamos a Santiago en primer lugar, a buscar la inocencia) y ha de perderla y volverse impuro para reconquistarla de nuevo, purificarse. De Santiago a Tréveris y de vuelta a Santiago.
¿Y por qué Tréveris? Sin entrar en polémicas acerca de quién es quién yace ad eternum en el sepulcro de la catedral de Santiago, soy de la opinión de que se trata de Prisciliano, el Obispo apostata y hereje. Precisamente él, que quiso revolucionar el entendimiento de los evangelios y fue presentado como la encarnación de todos los males y mismo un demonio que debía acabar en la hoguera o con la cabeza cortada. Así que siendo Obispo de Toledo fue llamado a un concilio a Tréveris, donde él pensaba que iba a ser reconocido finalmente por la Iglesia y donde acabó decapitado (junto a Latroniano, Felicísimo, Juliano y Eucrocia, fieles fieles) como chivo expiatorio de un Evodio persecutor y percutor (junto a Itacio e Ydacio, Magno y Rufo, líbrenos Dios!).
Y decimos que no entramos en polémicas porque tanto da que se denomine camino de Santiago o vía priscilianista o cualquiera nombre que queráis otorgarle; lo que queremos que quede claro es su sentido: la impureza es la persecución ideológica y el chivo expiatorio, y es con lo que hay que acabar, arrancarlo de nuestro interior, purificarnos.

Efectivamente, la peregrinación comienza en Santiago y se va hasta Tréveris, donde uno se vuelve impuro, peca, formando parte del tribunal que juzga a ese Prisciliano horrendo (admite hasta que la mujer sea clérigo!!!!), pero nos regeneramos, nos purificamos, retornando a Santiago (el camino de Santiago), purgando el pecado, haciéndonos Uno con el Obispo decapitado junto a sus fieles.
La persecución o el ser el chivo expiatorio, son los dos grandes motivos que hacen actuar al hombre y aunque esto suene hasta mal y contrario a lo que dicen los psicoanalistas. Nuestro propio inconsciente esta lleno de estos miedos: a ser perseguido o ser chivo expiatorio o el poder que se siente al perseguir y ser pon encima de cualquiera. Lo veis en la vida cotidiana cuando el vecino de al lado pega la oreja a la habitación y viene el frutero y te dice que gemidos nocturnos llenaban tu habitación anteanoche y tu mujer, que estaba de vacaciones, se entera de tu vida más privada, la que es cosatuya / cosanostra; cuando no sabes quién escribe una carta anónima sobre ti pero bien pudiera decirse que es sobre algún heterónimo al que no conoces; cuando alguien mete la pata hasta lo hondo, a fondo, y busca a otro que sea cabeza de turco o chivo expiatorio porque él ha de seguir dominando. Y así per secula seculorum, la animalidad, lo más impropio del hombre, la incultura (que esa lo que hemos vuelto). Lo dice el profesor Girad, “el síndrome Caifás”: “muera un hombre para salvar a un pueblo”. Y esto es la impureza, el pecado, lo que aprendemos en Tréveris, peregrinando a Tréveris.
El retorno a Santiago ha de servir para purificarnos. Es como si fuéramos uno de los discípulos de Prisciliano trayendo su cuerpo, los cuerpos. En este retorno aprendemos que la multitud, la masa, es el Error, como dijo Cristo: “la multitud es la mentira”. Y mucho más. Sólo tenéis que ver lo que ocurre con una multitud en una plaza de toros: un poco de vino, unos puros y que corra la sangre.
El retorno a Santiago ha de servir para rechazar de pleno la persecución (ideológica, religiosa, económica), a los chivos expiatorios y a los protomártires y a las multitudes. Por eso, es un camino de recogimiento, de soledad, pero de exaltación y compañía, al tiempo. Es un camino de coimplicidad.

¿Tiene algún valor andar, desandar, el apocalipsis?


Sin importarme en absoluto nada los acontecimientos del trivial acontecer ni las ideologías trasnochadas que se altavoceaban en escarnio por las plazas públicas ni el vulgar desarrollo de las pendencias familiares en cualquier piso, en cualquier edificio ni el oportuno beso crucial que una mujer enamorada embriaga en mis mejillas e inoportuna; ni siquiera dar debida importancia a lo que me incumbe en alto grado: yo mismo – caminaba las calles de caliente asfalto y bajo el sol llageante desde la más alta vertical siempre: eterno mediodía.
Caminante sin rumbo, solitario y sin mirada o perdida en cualquier nimio objeto, pasos sin tino ni destino, cansados pies y agujereado calzado: ser sin sentido aparente ni moralidad elocuente, que no encuentra soluciones para su liberación de lo inmediato: el mando a distancia, la maldición de ser siempre masa. En verdad – cual personaje de Conrad, atosigado por la realidad, ahogado en su incomprensibilidad de lo mundano, y ha de buscar la verdad, lo esencial, aquello que le incite a actuar y a ser con propiedad; o si se prefiere: dotarse de sentido y moralidad.
Y como tal personaje, comprender que es necesario emprender sutil viaje a los adentros más inhóspitos e inhabitados: se encuentra en ellos lo buscado, lo que nos hacer abrir los ojos y comprender lo que somos. Remontar un río, penetrar en selvas o, con propiedad, iniciar el viaje al interior de uno mismo.
Mas, repentino, de súbito, como bofetón de sopetón, arrinconé la idea del viaje: propiamente no quedará en el planeta lugar que no haya sido hollado por el hombre – fuera por hambre, fuera por hembra -, ni tan siquiera el fondo marino (poblado de múltiples naufragios, repoblado de bidones de plantas nucleares). ¿Dónde ir qué fuera viaje a despoblado e interior simul? ¿No habrá en este planeta nuestro lugar virgen en el que recuperar la protoinocencia en los orígenes del hombre? Me revuelvo desesperado y en rabia monólogo interior: ”¿es posible?” Y por si sirve, y que actúe como transmutador de esencias, elijo el Camino de Santiago – bueno para todos, iniciático camino universal.
Andando el camino: poblado de vegetación, vadeando ríos, fatalmente asfalto, y gentes, buenas gentes. Ser peregrino ha de transmutar el rostro: inopinadamente, disfruto de trato de confianza, dónde va usted, pesado el andar, ha de traer reventados los pies, y pase y siéntese, tome un trago de fresca agua; ha mucho frío en estos nuestros lares, caliéntese en nuestro fuego, ha mucho que no come, de seguro, su rostro es demacrado, pase y tome algo, sea para que no coma frío siempre: la puerta abierta, con confianza, e confianza, de confianza y confiados (ha diferencia con el lugar donde resido: en marabunta por desconsoladas calles mal iluminadas, todos tan cerca que extender la mano es rozar un cuerpo y, a la vez, tan lejano, cada cual lleva su mando a distancia por desconfianza; erráticos siempre, viviendo de lo televisado, y, así, enrevesados en nuestro maestro convivir: medioreyes y vulgares cotidianos). Y de bruces contra el hombre que desconoce el tiempo, apoyado en su cayado, de cano pelo, nada lelo, mirando con fijeza a la verde lontananza sin nubes y anaranjada, que, de sopetón, pregunta, nuevo bofetón, ¿ha visto usted el mar? – esta es su esperanza, nada cruel: se refleja en sus ojos (y, reflexiono: ¿cuándo anido en mí, aun tétrica, vital esperanza que me obligara a vivir o a VIVIR?): nunca obtendré cotidiano en mis ojos ese reflejo – y si sí: en certeza, luz de desesperanza, frustración plena. Siguiendo el camino, este andar que ya es desandar lo cotidiano para descubrir la impresentabilidad de la materia que me constituye: patencia de la muerte. Un hombre ha muerto en una pequeña aldea, bañada por el Miño. La muerte, que en mí es desgracia, y, por ello, obviada y olvidada en cualquiera sea el inhóspito recoveco que nunca se visita; la muerte, que es pacífica convivencia diaria para esta pequeña aldea, donde el sacerdote oficia sin la oficialidad debida y sí con cercanía amigable y habla amable en entrañable idioma desaparecido de la cotidianidad que habito. Y caigo, maldita sea, en la maldita cuenta de que maldita la hora en que vivo en maldita sea la ciudad que me mata. Sólo soy un muerto que sucede por la existencia de otros: soy otros y ese yo mismo que refleja el espejo es mero reflejo de añejos castradores. Treinta y cuatro años creyendo que me construía una humanidad tangible y treinta días me descubren lo patético que ha resultado mi hablar, mi andar y cualquiera fuera el gesto: teatral. Resultado: he desandar el camino (no el de Santiago, sí el de mi vida).