domingo, 30 de marzo de 2008

El culo y la materia


Caminas la calle y todo es excesivamente común, corriente, vulgar.

Ha aparecido la hora de decir adiós a todo eso.

Cruzas el mismo hola de todos los días con el mismo rostro apagado o eternamente compungido o de una alegría inmediata e hipócrita en el mismo paso de peatones con las gruesas rayas desgastadas de tanta pisada sin sentido, sin camino, ha llegado el momento de decir adiós a todo eso.

Cuando el mundo en el que habitas es excesivamente conocido, excesivamente predecible, todo se mueve en la monotonía y la ley. La ley, la regularidad del mundo, siempre necesario para que podamos adivinar lo que sucederá a continuación. El hombre sólo se encuentra designado al conocimiento de la ley, de lo determinado. Sin ley no hay predicción y el mundo se tornaría indeterminado y carente de cualquier pronóstico. Sin la ley, no hay lugar para los "predictores" de la economía, de la vida cotidiana o de mi próximo artículo.

Cuando el mundo que habitas es excesivamente conocido, ha llegado el momento, ese es justamente el instante, de poner tierra de por medio y emprender en otro sitio a vivir y construir la vida de nuevo.

A no ser que ames la predectibilidad, la determinación, la ley, la regularidad, la monotonía.

Mas que tierra de por medio, lo que hay que proponer es espíritu. El espíritu es libertad, el espíritu es lo contrario a la ley, el espíritu es liberación, espontaneidad. Si no te atreves a denominarlo espíritu o alma como los griegos, sijé, psijé, denomínalo con la perífrasis lo que es contrario a la materia.

La materia es la ley, sólo la materia cumple la ley, sólo lo material se rige por la ley y se encuentra por cuatro costados determinado. Sólo quien es capaz de romper con la materia, rompe con la ley y la determinación, con la predicción y todos los "predictores" y hace de su vida una anarquía, puro espíritu.

Camino hoy las calles de mi bella villa arandina y la encuentro en exceso predecible, desde su alcalde, siempre pidiendo que la gente deje de escribir en los periódicos hasta su oposición, siempre pidiendo que la gente deje de escribir en los periódicos, siempre la misma jodida señal de stop en la misma posición, de cúbito supino por el choque de aquel coche contra ella, hasta el hombre que hoy me dice hola de nuevo.

Es la hora de marchar a otro lado, de espiritualizarme. Mucho tiempo sedentario en el mismo lugar abotarga. Por eso sólo el camino es posible como verdad.

Ya lo indicó Nietzsche: "el culo es un pecado contra el espíritu santo".

lunes, 24 de marzo de 2008

¿Qué hace un gallego a la mitad de la escalera?


Los buenos amigos y los mesurados sin más, cuando alguien les dice que provienes de gallegos y que encierras buenas razones gallegas en tus pies (y castellanas de Cedillo), prestos preguntan, como si fueses Edipo después de visitar la efigie, qué hace un gallego en mitad de una escalera, ¿sube o baja? Que nadie fue capaz de darles razón de la respuesta nunca.

No respondí ni he respondido nunca. No por no comprender la respuesta, que se hallaba en mi inconsciente, sí porque la había olvidado a causa de que me crié con el sabor de América en la boca, la música de Fleetwood Mac en los oídos, con mi querida Irlanda en los ojos y los Sex Pistols por bandera.

Mas el otro día me acordé de la respuesta a la pregunta de si un gallego en mitad de una escalera sube o baja. Y fue el día que alguien me dijo que era incomprensible para su mentalidad que Finisterre, ese trozo de carne de Dios en lo más occidental de España, hubiere votado mayoritariamente al PP y no a otros partidos, tras la desgracia del Prestige. Como no le surgía ninguna explicación repudiable, recurrió al viejo tópico de que esto era propio del alma de los gallegos, que nunca se sabe si vienen bien o si van al poniente, porque efectivamente, siempre vamos yendo (“imos indo”, que se dice na nosa língua).

¿Qué hace un gallego a la mitad de una escalera? La respuesta es siempre sube, nunca baja, nunca mira hacia atrás, así que no hace nada, porque detrás sólo queda la pobreza, el olvido y la emigración.

Que las clases rurales gallegas fueron las grandes olvidadas por Franco y por los señoritos de ciudad (Coruña, Santiago, Vigo), que señalaban como “aldeanos” y “paletos” a los paisanos por falar na nosa língua, ellos, que hoy son más nacionalistas que Castelao y Rosalía juntos y votan progresista siempre (que hasta por no parecer gallegos aldeanos y paletos o por ser más gallegos hablan una suerte de gallego aportuguesado e ininteligible para los gallegos “aldeanos y paletos”) y sólo tuvieron miseria y olvido y un barco a Buenos Aires o a Baracaldo un tren (las otras dos provincias llenas de gallegos aldeanos y paletos. Los señoritos de ciudad emigraban a Madrid, se conformaban con ser el lacayo del lacón y el orujo del señorito madrileño de dodgedart y buenas intenciones)

Un gallego en mitad de una escalera siempre sube, adelante sin mirar atrás, que el pasado no merece ni una sola lágrima y el futuro siempre es mejor, aun siendo malo, que lo que se deja atrás, que es desasosegante: el olvido franquista y el esquilmamiento socialista. No inventéis que un gallego echará de menos su tierra, os habéis equivocado.

Qué bien lo dijo Celso Emilio Ferreiro, “allí donde haya un carballo, allí Galiza”, cuando volvió a España y un amigo mío de cafés en Madrid le preguntó su opinión sobre las autonomías.

O si queréis, que un gallego va conociendo la morriña antes de volver a su lugar y en mitad de una escalera tiende a preguntar “¿a ónde se vai pra coller o tren?”

Un gallego en mitad de una escalera siempre sube a su morriña, siempre baja a su terruño.

- Bien, vale, pero, ¿sube o baja?

- Depende, digo, de si huye o retorna.


sábado, 15 de marzo de 2008

La desruralización mató a la España que conocí


La España que conocí era una España llena de ruralidad. Siendo un pequeño sin edad, en la sala de estar de la emigración gallega, nos retransmitían esa España rural emplazada por un día sobre el césped resguardado del Santiago Bernabeu por la una, que era la televisión de blanco y negro pero con colorido “matiasprats” en su cálida voz reonocible.

Compartían ruralización el aizcolari y el gaitero gallego, el levantador de piedras con la bailadora de sardanas. Esa parafernalia tan seguida por los medios de comunicación y el público en general, era España.

Sé que de esa manera cada uno era de su pueblo y desde ese talante se concebía como español. ¿Yo? Mire usted de Tornadijo y español, de Valdorros, de Portomarín y español, de Cospeito y español, de tal pueblo y español.

Viendo aquel festival folclórico encantador se iba uno a la única conclusión posible, que uno podría arrogarse el nombre de español y era español, sólo y sólo sí era primero de su pueblo. No de la capital de provincia o de alguno de los pueblos importantes que entonces despuntaban como grandes ciudades (Castellón, Hospitalet, Baracaldo), sino del pueblo, de su pueblo. Rural, coño, de esos que calaban la boina y era de retranca y espabilados. Como aquel hombre al que preguntaban, ya en la transición, ¿a quién va a votar? Y respondía sin inmutarse, ¿quién juega?

De un tiempo y de un lugar, la desruralización avanza con la precisión de la muerte, de la nada sartreana, la que no es lo que es y es lo que no es. Con la rapidez de la perdida de los seres queridos, con la dentera que provoca el mal gaitero, con el desasosiego de la noticia nefanda que se transmite telefónicamente a las tres de la mañana.

Lo rural desaparece, se queda vacío, porque finalmente gana la ciudad, donde todo está dado de antemano con precisión de funcionario. Pueblos vacíos en Lugo y Ourense, sin nadie, y en Castilla y La Mancha, que pierde Quijotes, y en Castilla y León.

Con la desaparición de los pueblos, de lo rural, también desaparece aquel concepto de España que conocí y que aún se empeñan algunos en salvar de su muerte a manos del nacionalismo de clase media – alta que llega de las ciudades euskocatalanas y que por el que paga Galicia y Castilla y León, que sí tiene precio, no es como el aire.

Curiosamente, el nacionalismo que debiera ser ruralización, en España ha crecido en la ciudad burguesa y al amparo de la misma, y mata a la España que se amamantaba en lo rural, en sus valores más preciosos: claridad, honestidad y rectitud.

Lo que resulta inconcebible es que no se proponga ningún concepto nuevo de lo que debe ser España (aunque algunos crean que Maragall dice algo o Ibarretxe, en asimetría). Parece que tampoco va a aparecer ningún Arteyu que pare el proceso de nadificación que sufre lo rural.

Generaciones enteras, aquellas apeladas como los del “baby – bom”, van perdiendo el concepto geo – político que les sustentaba y las nuevas generaciones que han bebido del localismo de capital de provincia limitativo, y todos teniendo que votar una constitución que han conocido de oídas y masivamente repartida a través de los mas – media.

No nos debe extrañar que al final, por sobrevivir, nos refugiemos en ser simplemente homo – economicus.

lunes, 3 de marzo de 2008

Los secretos del miedo


No recuerdo si tal vez la leí o fuera que la escuchara o ocurriese tal que disgregación del pensamiento en inoportuno instante cuando momento de gozo nocturno en el cerro de San Miguel o contra la tapia del cementerio de San José. Aun no importa: las ideas son libres (y nos hacen libres) y las encontramos ahí para que sean apropiadas (pero no para ser poseídas) por cualquiera y recrearlas; no existe el pecado en el conocimiento – mientras siga discurriendo por derroteros públicos, íntimos.
Repasemos hemerotéricamente lo acontecido en los últimos decenios, y que es reducible a estos esquemas formales: violencia que resta humanidad o humanidad que se niega a sí misma en sus actos de salvaje ignominia, aun indeliberada – y la deliberación no añade nada a cualquiera sea el acto, siendo el hombre pura inmediatez.
Un hombre quema a su mujer, allá; acullá, otro acuchilla con deleznable saña; más otros: consentidos políticos, ametrallan o bombardean; y el tétrico y terebrante tiro en la nuca, fatal expresión de la “razón” de un arma; otrosí: las sentencias judiciales habidas que evidencian que setenta cuchilladas no son nada o que violentar sexualmente sin que persista en resistencia la víctima – pataleos variados golpeteos chillidos sin alternativa – y atestiguada, no es violación.
No resulta difícil determinar el ámbito del hombre donde se enuncia con resuelta evidencia, aun ciega, la dicha violencia.
Proviene del ámbito privado, del lugar donde se posee “algo”, y siempre en secreta manera. Este secreto que socializa sacralmente y que estructura la sociedad en su vez primera en una jerarquía piramidal, según cercanía al mismo – en la ausencia total de conocimiento, desde la mediatización de la salvaguarda del secreto (su esencia, su pureza) frente a lo extraño, al extranjero, del ataque exterior mediante la violencia. El secreto, que delimita y prescribe desde la normatividad moral estricta, con su eterno corpus de castigos y premios; cuya protección lleva al ascenso social y su abandono sentencia a la muerte que “redime” y “salva”.
Cuando lo privado se eleva a culto y se lo propone como lugar propio de desarrollo personal y como la manera más “civilizada” de vivir, “la violencia es la higiene de la sociedad”, - ¿o de consentir a la muerte?
Y se produce la inteligibilidad sobre la hemeroteca: el hombre que asesina a su esposa porque le abandona, la que disiente de la “familia”, y ha de morir según los cánones de lo privado (redimida; sólo resta el arrepentimiento del pater familias, que adquirirá sinceridad en cuanto televisado); los animalizados seres que asesinan por salvaguardar el secreto legado por sus antepasados y que lo defienden ante la injerencia de lo extraño e impropio, siempre enemigo fatal, siempre inexistente, fábula que se transmite cual realidad sin referencia.
El hombre por miedo (“liberalismo del miedo” – I. Berlín) se conforma con su desarrollo en la esfera de lo privado, ser unidimensional y derrotado ya por el “pacto esclavista”. Y traspasa esta esfera sus modismos a lo público, a lo íntimo.
Categoría de la más baja calidad ética, de poder, social: negación de lo más propio del hombre, recayendo en el resentimiento; exaltando parvulariamente lo más bajo donde caemos – ser esclavo de la moral del “borsalino” -; y, todo ello, envuelto sibilinamente en el engaño psicológico: creer con firmeza inconmovible que tan sólo somos seres psico – físicos.