martes, 15 de enero de 2008

Vino in vitas

El vino; el vino y yo: yo y el vino. Zambullirse al vino: melopeya: la manta que cubre la deficiencia que me seña como grano la piel. Portamos estigmas en los rostros que ostentamos y con suerte el vino cubrirá socialmente: al relacionarte con la buena gente que nunca se ebria, no te destacaran.
El vino; yo y el vino: el vino y yo. Zambullirse al vino: borrachera: exhibicionismo del alma, todas las deficiencias se proyectan de las pupilas que me merodean como de la mano extrema del lanzador de cuchillos en un circo que desaprovechó, lamentablemente, a su rey de la pista. ¡Sacadme a los leones, también uno puede ejercer de maestro de ceremonias!
El vino; el vino conmigo: conmigo el vino. Zambullirse al vino: trompa, chalina: el vómito en la chelina. Las corbatas que las mujeres regalan con impunidad por las noches de amantes, desaparecen cubiertas de rojo cereza conseguido al mezclar olla podrida y tinto de bodeguilla: nunca serás tan joven como hoy ni como ayer: tu mañana ya yace yerto bajo la lluvia que riega la vid.
El vino; conmigo el vino: el vino conmigo. Zambullirse al vino como se zambulle recién nacido el niño en el seno de la madre, inflado, inflamado: más sangre que leche: toda la leche emerge de sangre, los labios oleaginosos, sanguijuelas, sorben, sorben, sorben. No hay otra senda: me embebo en el vino para parecerme a ¿quién? A todo el que sonríe al pasar; la cámara me capta saludando.




(I)

Recuerdo las tardes – noches de los sábados, el tiempo en que los trabajadores tomaban al asalto, con el sobre en la mano, todos los bares de la ciudad y los “farolillos rojos”. Me crecían en el año 1970 y me adulteraba tanto como cualquier aspirante a adulto en aquel discurrir espacial.
Los niños no debíamos molestar a las cuadrillas de santos bebedores y las mujeres no conviene que se agarren a su cerrazón mental, que los sobres son para que se pulan, igual que las manos se agrietan y la vida se va.
Todos juntos y en cuadrillas, transitaban las aceras el tiempo suficiente para llegar e irrumpir en el siguiente bar. Cantaban, entonaban entonados diversas melodías ingenuas, abrazados de los hombros y formaban perfectos círculos corales, donde el pequeño de la voz grave se proyectaba de solista y el más alto la mañana del domingo se haría cargo de las arcas del club de fútbol del barrio.
¿Por qué los tildaban de santos bebedores? No comprendía en aquel entonces como, a una cuadrilla de borrachos, que llegarán dios mediante y mediante la suerte divina a sus casas a las diez u once de la noche tambaleándose, vomitando las escaleras para que su mujer salga deprisa a limpiarlas, antes de que las vecinas lo vean, protesten y critiquen, acostándose en la cama vestidos, volviendo a vomitar sobre la palangana de color rojo y lunares bancos, sonriendo para sus hijos como quien pide una disculpa por el lamentable aspecto en que se halla, se les podía distinguir como santos bebedores.
Iniciaban la sesión de transformativa tras la comida. Todos juntos con sus farias y las botas de vino colgadas a la espalda, se encaminaban al campo de fútbol, donde vibrarían con el equipo visitante, que era el equipo de su pueblo, inmigrantes como eran contra su voluntad, los niños de la mano, el bocadillo en el raído bolsillo de la chaqueta, el de la izquierda. Salían del fútbol a las ocho, y cedían a las mujeres los hijos, se encaminaban a la bodeguilla a llenar las botas de nuevo, de vino, malo.
En la bodeguilla iniciaban las canciones, especialmente una que repetirían hasta las lamentaciones etílicas y sus vómitos:
A mi me gusta el pin, pi, rin, pin
de la bota empiná,
con el pin, pi, rin, pin,
con el pan, pa, ran, pan,
al que no le guste el vino,
es un animal
o no tiene un real.

En la canción se reducía al que no bebía vino, de la bota a poder ser, a la categoría de animal. Al hombre sobrio se le desantropologizaba de repente; o se le sumía a la categoría social de pobre de solemnidad: la persona que no gasta su dinero en vino es un tacaño, una ruindad moral.
El rebaje a animal suponía una preferible categorización que el hecho de no tener un real, que más parecía compararte al viejo secundario en las zarzuelas, enamorado de las jóvenes pero teniendo que ceder su puesto al apuesto chulapo, porque él ya no estaba para gastar dinero en vinos y sí en boticas.
A pesar de oírles cantar toda la tarde, no comprendía aún porqué razón aquellos bebedores hasta al anochecer, eran considerados santos. Sólo cuando me fije en la forma de beber comprendí el apelativo, sólo entonces.
Resulta que los santos bebedores, en cualquier lugar de la urbe, que era como el orbe orbitando alrededor de un satélite desconocido, acogían entre sus manos la bota, oscurecida por el uso, agarrando el culo con la derecha, y el pitorro con la izquierda. Éste último apuntaba directamente al esternón, y desde allí se izaba por encima de la cabeza. De inmediato, el bebedor guiaba su bota a la izquierda y a la derecha, para, finalmente, devolver el pitorro a su lugar, por encima de su cabeza, apretaba el culo y surgía el chorro vital.
Allí, en aquel bebedor, se encerraba la respuesta: con la bota y antes de beber, formaba la señal de la santa cruz, luego bebía largo y tendido un chorro del líquido tinto encerrado en el cuero adornado. El signo de la sacralización, de la, bendición de cualquier objeto y persona, convenía a lo reproducido por el bebedor, santificando el vino y a él mismo.
Tras su ración conveniente del bendecido, nuevo y sacral líquido, retomaba su lugar en el coro cantarín, tan desafinado como borracho. Por cierto, la letra de la canción, suponía la materialización del propio vino, la carnalidad. Cantar tras beber era perfeccionar el vino, sangre, en carne.
A mi me gusta el pin, pi, rin, pin
de la bota empiná,
con el pin, pi, rin, pin,
con el pan, pa, ran, pan,
al que no le guste el vino,
es un animal
o no tiene un real.





(II)

Era aquel tiempo en el que el hambre obligaba a trabajar por la comida, y por el vino. Las gentes, deambulaban kilómetros de pueblos y campos, para encontrar qué comer, qué beber. Matrimonios y sus hijos, matrimonios solos, o hijos solitarios, golpeaban con las aldabas en las puertas, en los hierros que se disponían en las mismas, limosneaban una siega, la recogida del trigo o un pedazo de pan y un trago de vino, al no haber trabajo.
Uno de aquellos matrimonios solos lo componían Manuel y Manuela, en procesión de casa a casa, trabajando aquí y allá, entre el polvo y la paja, parando para la comida y el vino, la siesta o su sucedáneo, volviendo al trabajo, a la cena con trago de vino y café, el aguardiente, la charla con su líos de picadura y sus picaduras y líos, muchas noches de puñetazos y cortes. Repetían estos días hasta finalizar los trabajos y si el resultado en cantidad y calidad, agradaba al dueño, aún recibían una cantidad añadida de vino y licores, mantas y picadura de tabaco, y retornaban a su casa.
En una de estas hallamos a Manuel y Manuela, que caminan, bien entrada la noche, aun no arribada la madrugada, sendas de hojas resecas, barro y ramas tronchadas por el viento. Retornan a la casa tras diez días de duro trabajo en la siega, llenos de polvo y espigas, de sudor y llagas, de cortes y sonrisas, tambaleándose por estas sendas nocturnas de lunas llenas y pinos susurradores. Cargaba Manuela con una botellón de dieciséis litros de vino sobre sus anchos y hombrunos hombros, mientras Manuel sonreía sólo con pensar en bebérselo y relamerse, que ya se relamía. Cuando el camino se empino y Manuela sacaba la lengua por el tiempo que hace que cargaba con el botellón, Manuel le exigió con fiereza y discusión, puñetazos y gritos, el botellón para cargar con él lo que reataba de camino a casa. En la discusión, el forcejeo y los puñetazos, el botellón se escurrió de las manos temblorosas de Manuela, cayó con el estrépito de mil truenos al suelo de gravilla y hojas de pino, se hizo añicos. El rojo líquido se esparció por el suelo de tierra.
Lloraba Manuel y le coreaba la lágrima fácil Manuela. De súbito, como mecanismos acordados y cordados, ambos se abalanzaron con sus bocas sobre el vino, los vidrios y la tierra, lamieron los restos. Así entraban a sus bocas el vino derramado, los vidrios rotos, la tierra mojada. El vino sosegaba sus lágrimas, los vidrios se calvaban en su lengua y en el paladar y la tierra todo lo envolvía, se pacificaba su cólera por la perdida del vino de lamer en relamer.
De esta manera se mezclaba en el interior de sus cuerpos pecadores el vino con la sangre que produjo los vidrios y la tierra. Vino, sangre y tierra, mezclados en sus bocas eran sangre y carne, sacralidad novedosa pero no intencional, que no se propuso como objetivo.
Tras lamer con su sangre el vino y la carne terrosa que mordían al tragar vino y vidrios, quedaron dormidos, como dos seres en transformación, no se sabe, ni quien lo relato lo adivino nunca, si en ángeles corifeos o en demonios demoledores o en ángeles exterminadores, aun sólo de sí mismos, con mimo.
Tras mezclar en su boca vino y sangre, tierra y carne, cayeron en un sopor de terrena dulzura, respaldados contra la corteza del árbol más elevado del mundo, un eucalipto que dominaba la creación. Sus ojos cerrados, sus manos apoyadas sobre el pecho, sus labios sanguinolentos recitaban una vieja canción
Tierra,
si de mis manos triza,
de mis labios gloria
o en los ojos vaho;
si de mis manos albor,
de mis labios trago,
o a mis ojos rastro,
Vino.







(III)

¿De dónde le nace al vino su carácter de sagrado?
Nunca me planteé el carácter sagrado del vino, es ahora, al abrigo de estas líneas, que me ha surgido la pregunta reflejada desde la misma corporalidad del vino fluyendo en la copa, al girarla para conseguir removerlo.
Algo que brindo con certeza es que no todos los vinos tienen esa sacralidad.
El trago triste de figura de La Mancha no proporciona sino una sensación de perdida de conocimiento, el regustillo vírico que asciende desde los vapores del estómago a la boca, a la cabeza, que se va, se va, y te convierte en el trasunto un HAL9000 a punto de desconexión. No se transfigura en terrosidad al paladar cuando lo degustas al segundo en la boca cerrada, los labios prietos y la lengua como pala que remueve taninos y tenencias, persiste sólo en esa repetición vírica: si te empecinas en el trago te compondrá bélico, deshacedor de entuertos
El trago engañoso del Albariño y el Ribeiro, que te exigen más trago cuanto más comes, y otra taza, y más y más, al paisano y al forastero. Cierto que son vinos que no llaman a la bilis, pero te pierden la conciencia, te ganan la ebriedad, que no borrachera, cercana a los dioses, a Dionisio, viejo y joven dios a la búsqueda de su satisfacción temporal. El trago al paladar sigue sin ser terroso y nada platónico.
Hay vinos como el Ribera del Duero o el Ribeira Sacra, que promueven un adecuado sabor terroso a los paladares, una corporalidad impropia que no nos adentra en los poros de la piel, sino que albergan la necesidad de llamar directamente a la puerta de la intelectividad del mundano lugar de la ideas.
¿De dónde le proviene esa necesidad de congelar el mundo a nuestro frente, de confundirnos en la unidad con lo diferente, de esperar de lo idéntico, de lo inconmensurable; qué es lo que en su interior promueve, a su vez, ese toque mágico de subjetividad que los extra – víe hacia fuera de sí? No otra cosa es la sacralidad sino esta magia que consiste que lo que es en sí mismo pase a ser en otro.
Me lo confiesa Xulio López Valcárcel, sobre la última curva de ballesta del Miño, antes de reposar seguro sobre el Belesar, el paisaje.
El paisaje agrega al vino la magia que le sacraliza que se reposa en las vides que se crían en este terreno que es pendiente sobre el río. Este paisaje que invita a pensar en el Uno y en hacerse uno con el Uno. Cerrarse al tiempo, al espacio, al discurrir, parar el decurso de la existencia y unirse o diluirse en el propio paisaje, para conjugarse con las propias vides, para formar parte del vino.
Lo intuyo mejor cuando llegamos a la casa de Xulio, cuando nos enseña la bodega pequeña y coqueta, donde guarda su vino y me indica que es un vino flojo y que dura un año, después muere y desaparece. Un vino orgánico, que no tiene química que mate a la física. Lo tomas y no ebria a la moza ni ciega al ebrio viejo que se tambalea flaneante entre los eucaliptos centenarios, las zarzas sin flor y las ortigas zafias que se esconden fementidas.
El paisaje. Anonado en el mismo observo a lo lejos un monte como una puerta gigantesca, que obliga al río Miño a discurrir entre esta montañas como dos brazos que se alargan al infinito y acogerse a la serenidad y al reposo del salto de agua cerrado, que le inmoviliza bajo el cielo.
- Aquí, me indica Xulio, tiene lugar la unión del hombre con la naturaleza. Me encantaría pasar un año aquí para atrapar la misticidad que se aloja en este lugar.
Mientras Xulio me dirige a un Monasterio en mitad de la nada, pienso que este lugar es bueno para iniciar lo que el sabio Plotino indica como la procesión del uno al Uno – Bien. O cuando el bueno de Prisciliano concluía “se llama Dios a muchas cosas: el vientre de algunos, el espíritu del aire, las potestades de las tinieblas, los elementos del mundo”. Y todos los elementos del mundo se encuentran rodeándonos, incluyendo a esta iglesia que emerge entre un soto de umbría y frente a un ara sacrificial que se halla confundido en el paisaje.
El paisaje con su río, la carne y la sangre, se reproduce de igual manera en este Duero que me envuelve, tan sacral el vino que produce, también Ribera.
- Lo único que no debes servir con un vino es una mala conversación – sentencia Xulio, mirando con su sencillez a nuestros ojos alegrados de su presencia mientras su maravillosa madre nos anima a degustar esas verduras que también riega el Miño
Dejemos que sólo el paisaje nos deleite el paladar y catémoslo, pero nunca con la superioridad del sumiller, que lo humilla. Bebamos con la humildad del Santo Bebedor.