sábado, 15 de marzo de 2008

La desruralización mató a la España que conocí


La España que conocí era una España llena de ruralidad. Siendo un pequeño sin edad, en la sala de estar de la emigración gallega, nos retransmitían esa España rural emplazada por un día sobre el césped resguardado del Santiago Bernabeu por la una, que era la televisión de blanco y negro pero con colorido “matiasprats” en su cálida voz reonocible.

Compartían ruralización el aizcolari y el gaitero gallego, el levantador de piedras con la bailadora de sardanas. Esa parafernalia tan seguida por los medios de comunicación y el público en general, era España.

Sé que de esa manera cada uno era de su pueblo y desde ese talante se concebía como español. ¿Yo? Mire usted de Tornadijo y español, de Valdorros, de Portomarín y español, de Cospeito y español, de tal pueblo y español.

Viendo aquel festival folclórico encantador se iba uno a la única conclusión posible, que uno podría arrogarse el nombre de español y era español, sólo y sólo sí era primero de su pueblo. No de la capital de provincia o de alguno de los pueblos importantes que entonces despuntaban como grandes ciudades (Castellón, Hospitalet, Baracaldo), sino del pueblo, de su pueblo. Rural, coño, de esos que calaban la boina y era de retranca y espabilados. Como aquel hombre al que preguntaban, ya en la transición, ¿a quién va a votar? Y respondía sin inmutarse, ¿quién juega?

De un tiempo y de un lugar, la desruralización avanza con la precisión de la muerte, de la nada sartreana, la que no es lo que es y es lo que no es. Con la rapidez de la perdida de los seres queridos, con la dentera que provoca el mal gaitero, con el desasosiego de la noticia nefanda que se transmite telefónicamente a las tres de la mañana.

Lo rural desaparece, se queda vacío, porque finalmente gana la ciudad, donde todo está dado de antemano con precisión de funcionario. Pueblos vacíos en Lugo y Ourense, sin nadie, y en Castilla y La Mancha, que pierde Quijotes, y en Castilla y León.

Con la desaparición de los pueblos, de lo rural, también desaparece aquel concepto de España que conocí y que aún se empeñan algunos en salvar de su muerte a manos del nacionalismo de clase media – alta que llega de las ciudades euskocatalanas y que por el que paga Galicia y Castilla y León, que sí tiene precio, no es como el aire.

Curiosamente, el nacionalismo que debiera ser ruralización, en España ha crecido en la ciudad burguesa y al amparo de la misma, y mata a la España que se amamantaba en lo rural, en sus valores más preciosos: claridad, honestidad y rectitud.

Lo que resulta inconcebible es que no se proponga ningún concepto nuevo de lo que debe ser España (aunque algunos crean que Maragall dice algo o Ibarretxe, en asimetría). Parece que tampoco va a aparecer ningún Arteyu que pare el proceso de nadificación que sufre lo rural.

Generaciones enteras, aquellas apeladas como los del “baby – bom”, van perdiendo el concepto geo – político que les sustentaba y las nuevas generaciones que han bebido del localismo de capital de provincia limitativo, y todos teniendo que votar una constitución que han conocido de oídas y masivamente repartida a través de los mas – media.

No nos debe extrañar que al final, por sobrevivir, nos refugiemos en ser simplemente homo – economicus.

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