domingo, 18 de noviembre de 2007

Hasta luego, “Cabiche” (JB ha regresado a Castroforte)


Y a mí me instigará con su presencia como anhelo y me obligará a imaginar y, en este manera, leer sus obras completas, aun quemadas por él mismo a sus dieciséis años. Navegaré o derrotaré a los piratas, conquistaré a los amores inocentes que sonríen bajo un árbol en inmaculado ademán; o cabalgaré junto a los impropios vaqueros, dialogando en gallego, y que jamás reconocerá la Historia. La historia de Don Gonzalo, y sus historias, acontecían siempre en minúscula, sin provocar ruido alguno, circulando secretamente por la Historia: transformando la insignificancia de lo cotidiano en una trivialidad maravillosa y pregnante (ora enervante, gratificadora, odiable u ora amable; siempre apetecible).
La radio y la televisión aseguran, con certeza inconmovible y periodística, que ha fallecido Don Gonzalo. Mas su presencia a mi costado (el labio superior en el interior del inferior, de lugar incierto su mirada tras los gruesos cristales, el pelo cano y la camisa de rayas cruzadas como fondo de una chaqueta azul; o mi mirada fija en su benevolencia como hálito que le circunda); y al otro costado, Doña Fernanda, con traje rojo y sonrisa de niña feliz, de alumna predilecta, asiendo mi mano. Comience, profesor: “No hay secreto en ser escritor, se trata de juntar una palabra tras otra, hasta que aquello sueñe bien y, además, diga algo”. Los expectantes alumnos ríen, lo creen chiste o no es posible que el escritor lance puyas sobre su propio trabajo. Murmullo, al principio; barahúnda discusitiva al fín; y Doña Fernanda aprieta mi mano, “verás, verás cómo le sale el profesor”. Y la voz de Don Gonzalo, truena: “silencio o me voy”. Sepulcral, al momento. Siga, siga, siga profesor: “el secreto está en un entendimiento correcto de la experiencia” – Doña Fernanda, en hilillo de voz, entrecortada risa por su acierto, “te lo dije, te lo dije”. El escritor y su conciencia, pienso, no lo enuncio, no atrevo. Don Gonzalo y Doña Fernanda, uña y carne, cuerpo y alma: un solo ser. Y el profesor sigue; “sobre la experiencia de la realidad opera la capacidad artística del escritor”. El día anterior, descansando tras el viaje, con el bastón en la mano, la “cabicha” en la boca y el paquete de cigarrillos a la mano, me comentó, con la fuerza de su voz, que ser escritor sólo consistía ( y cuánta dificultad su logro) en “escribir una farsa sin inspiración y con un misterio que consiste en un trabajo diario de ocho horas encerrado juntando palabra tras palabra, minuto a minuto, hasta conseguir que la historia fluya y los personajes hablan, actúen”. Doña Fernanda intrigada ( e intriga) tira de mi mano y anuncia “tarda mucho” y me preguntó sin enunciar en qué (mientras los vaqueros entrar por la puerta, interrumpen la clase o su recuerdo, y preguntan en galenglish “¿Dónde está J.B.?)

Don Gonzalo saca el pitillo, lo introduce en sus labios, presto lo enciende y a la par pide “no me imiten; yo ya tengo este privilegio por ser muy mayor”. Doña Fernanda confesaba, “tardaba mucho”. Interrumpido el recuerdo por los vaqueros gallegos, se levanta Don Gonzalo, se apoya en mí, en el bastón, en Doña Fernanda, sale, salimos, mientras los libros los allegan a sus manos miradas complacidas: dedicatoria y firma; un abrazo, otro, hasta luego, hasta siempre, ojalá le vuelva a ver, mucho gusto – y no deja a nadie sin atender, sin atender a la última pregunta o sea un mero ruego.
Gonzalo Torrente Ballester, “La isla de los jacintos cortados”, lo extraigo de su lugar en la biblioteca, abro el libro, a la par me siento en el sillón y se pierde mi mirada en la dedicatoria “ a José Carlos, para cuando sea muy mayor de” y a continuación la firma de Don Gonzalo (dedicado a mi hijo cuando tenía nueve meses). Lo leo, de nuevo, releo. Pienso: algún día mi hijo será muy mayor (aunque, igual que Don Gonzalo, ojalá goce de una edad incierta siempre) y preguntará, ¿quién es este señor que me dedicó el libro? Una gran persona, hijo, una gran persona ( porque esto es lo que es), y espero lo lea detenidamente comprendiendo esta única idea en su cabeza, que lee a una gran persona (aunque luego sepa o lea o le expliquen que también era un gran escritor – y un gran profesor).
La radio y la televisión siguen insistiendo en que ha fallecido a los ochenta y ocho años en su casa de Salamanca; y a la par glosan su figura, su obra, y leen algún fragmento. Apago los aparatos todos, prefiero pensar o intuir que Don Gonzalo se ha marchado a Castroforte de Baralla, y que la prensa y la radio han anunciado que J.B. ha regresado (aun nadie le viera, silencioso, histórico, como siempre) pues el santo ha desaparecido ( el pirata era él).
Hasta luego Don Gonzalo, “cabiche”, profesor, maestro, amigo, guardaré siempre (en manera narcisista) el privilegio (de mis manos, en mis manos cual grato sudor) de haber estrechado las manos que ahora mismo escriben la historia primera de su vida sobre un vaquero que se enamoró de la sonrisa feliz de una chiquilla que soñaba con un pirata que anhelaba robar un jacinto o su sombra.

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