lunes, 12 de noviembre de 2007

¿Tiene algún valor andar, desandar, el apocalipsis?


Sin importarme en absoluto nada los acontecimientos del trivial acontecer ni las ideologías trasnochadas que se altavoceaban en escarnio por las plazas públicas ni el vulgar desarrollo de las pendencias familiares en cualquier piso, en cualquier edificio ni el oportuno beso crucial que una mujer enamorada embriaga en mis mejillas e inoportuna; ni siquiera dar debida importancia a lo que me incumbe en alto grado: yo mismo – caminaba las calles de caliente asfalto y bajo el sol llageante desde la más alta vertical siempre: eterno mediodía.
Caminante sin rumbo, solitario y sin mirada o perdida en cualquier nimio objeto, pasos sin tino ni destino, cansados pies y agujereado calzado: ser sin sentido aparente ni moralidad elocuente, que no encuentra soluciones para su liberación de lo inmediato: el mando a distancia, la maldición de ser siempre masa. En verdad – cual personaje de Conrad, atosigado por la realidad, ahogado en su incomprensibilidad de lo mundano, y ha de buscar la verdad, lo esencial, aquello que le incite a actuar y a ser con propiedad; o si se prefiere: dotarse de sentido y moralidad.
Y como tal personaje, comprender que es necesario emprender sutil viaje a los adentros más inhóspitos e inhabitados: se encuentra en ellos lo buscado, lo que nos hacer abrir los ojos y comprender lo que somos. Remontar un río, penetrar en selvas o, con propiedad, iniciar el viaje al interior de uno mismo.
Mas, repentino, de súbito, como bofetón de sopetón, arrinconé la idea del viaje: propiamente no quedará en el planeta lugar que no haya sido hollado por el hombre – fuera por hambre, fuera por hembra -, ni tan siquiera el fondo marino (poblado de múltiples naufragios, repoblado de bidones de plantas nucleares). ¿Dónde ir qué fuera viaje a despoblado e interior simul? ¿No habrá en este planeta nuestro lugar virgen en el que recuperar la protoinocencia en los orígenes del hombre? Me revuelvo desesperado y en rabia monólogo interior: ”¿es posible?” Y por si sirve, y que actúe como transmutador de esencias, elijo el Camino de Santiago – bueno para todos, iniciático camino universal.
Andando el camino: poblado de vegetación, vadeando ríos, fatalmente asfalto, y gentes, buenas gentes. Ser peregrino ha de transmutar el rostro: inopinadamente, disfruto de trato de confianza, dónde va usted, pesado el andar, ha de traer reventados los pies, y pase y siéntese, tome un trago de fresca agua; ha mucho frío en estos nuestros lares, caliéntese en nuestro fuego, ha mucho que no come, de seguro, su rostro es demacrado, pase y tome algo, sea para que no coma frío siempre: la puerta abierta, con confianza, e confianza, de confianza y confiados (ha diferencia con el lugar donde resido: en marabunta por desconsoladas calles mal iluminadas, todos tan cerca que extender la mano es rozar un cuerpo y, a la vez, tan lejano, cada cual lleva su mando a distancia por desconfianza; erráticos siempre, viviendo de lo televisado, y, así, enrevesados en nuestro maestro convivir: medioreyes y vulgares cotidianos). Y de bruces contra el hombre que desconoce el tiempo, apoyado en su cayado, de cano pelo, nada lelo, mirando con fijeza a la verde lontananza sin nubes y anaranjada, que, de sopetón, pregunta, nuevo bofetón, ¿ha visto usted el mar? – esta es su esperanza, nada cruel: se refleja en sus ojos (y, reflexiono: ¿cuándo anido en mí, aun tétrica, vital esperanza que me obligara a vivir o a VIVIR?): nunca obtendré cotidiano en mis ojos ese reflejo – y si sí: en certeza, luz de desesperanza, frustración plena. Siguiendo el camino, este andar que ya es desandar lo cotidiano para descubrir la impresentabilidad de la materia que me constituye: patencia de la muerte. Un hombre ha muerto en una pequeña aldea, bañada por el Miño. La muerte, que en mí es desgracia, y, por ello, obviada y olvidada en cualquiera sea el inhóspito recoveco que nunca se visita; la muerte, que es pacífica convivencia diaria para esta pequeña aldea, donde el sacerdote oficia sin la oficialidad debida y sí con cercanía amigable y habla amable en entrañable idioma desaparecido de la cotidianidad que habito. Y caigo, maldita sea, en la maldita cuenta de que maldita la hora en que vivo en maldita sea la ciudad que me mata. Sólo soy un muerto que sucede por la existencia de otros: soy otros y ese yo mismo que refleja el espejo es mero reflejo de añejos castradores. Treinta y cuatro años creyendo que me construía una humanidad tangible y treinta días me descubren lo patético que ha resultado mi hablar, mi andar y cualquiera fuera el gesto: teatral. Resultado: he desandar el camino (no el de Santiago, sí el de mi vida).

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