miércoles, 21 de noviembre de 2007

La anécdota


Bañado en sudor, así me desperté anoche. Fueron tantas las ocasiones, que ni las conté. En todo caso, diríase que me estuvieran vaciando del líquido elemento (como el anuncio de un agua potable tratada químicamente)
No acontecía porque una vampiresa pizpireta se alimentase de mí y sí porque tuve una pesadilla, que, además, se quiso convertir en recurrente, en bucle, en cinta de moebius, en la música sin fin de las consultas de la seguridad social, compuesta para enfermar.
Los sujetos de mi pesadilla fueron antiguos profesores, aquellos que impartieron sus enseñanzas en el tardofranquismo, al final del final chaplinesco del dictador tristón – aquel que se alzó porque era ser de alzas – tiempo histórico del que nunca fue consciente, al que sólo recuerdo por lo visto en fotografías y en reportajes del nodo actual.
Especialmente, aparecían en la misma, el profesor de lengua y la profesora de no me acuerdo qué, pero de nada que fuera cuerdo.
El primero permanecía siempre en el enfado, en la bronca, en el guisquí, que es como denominaba a los ceros. Su especialidad consistía en preguntar por las personas del plural o del singular de cualquier verbo desconocido (ni siquiera del Verbo) y, como no la sabías aunque respondieras lo que el libro especificaba, te golpeaba fatalmente sobre las pudendas partes y pasabas de rodillas el tiempo restante hasta que te tocase de nuevo que te tocasen las partes pudendas.
La otra, aun peor, porque no sabiendo que explicar, acababa por preguntarse, de manera indirecta, qué debía hacer con nosotros; a lo cual respondíamos de mal modo: “cómprate un perro y hazle una macuca”, momento en que daba por concluida la clase llamando al director (un matón de negra estrella) que nos golpeaba entre los sollozos de quien había sido denigrada, hollada, etc., etc.
Odiaba aquellos profesores que sólo sabían preguntarte cuál era la profesión de tu padre, de tu madre, para a continuación refregarte que serás “albañilbomberobutanerobarrendero” como tu padre o sólo “sus labores” como tu madre.
El niño de trece años que yo era en el setenta y tres deseaba que desapareciesen, que dejasen de decir y realizar menoscabos, que se muriesen.
El cuarentón de hoy que soy, sólo desea poder acercarse a su entierro, cuando se produzaca, y lanzarme un sonoro pedo mientras convierto su lápida en un ruinoso retrete.
Aunque suene cruel, guarro, etc., no sería más que una mera anécdota en este mundo de desquiciados.

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